Él era rubio, un corte un tanto ochentoso que le sentaba bien. Pulóver con rombos, camisa asomando, y pantalón color caqui completaban el conjunto para hacerlo todo un hombre. Sus ojos, a pesar de no querer demostrarlo, parecían cansados, un poco perdidos; pero le sonreía a ella, a su lado, con la criatura en brazos.
Subieron al colectivo, y él, diligente, sostuvo el carro del bebé, mientras ella hacía algunas peripecias para poder pasar la tarjeta. Muy caballero, la dejó sentarse, y se quedó a su lado. Miró para un costado, miró para otro, y volvió a posar en ella sus ojos, aún cansados. Como si no debiera estar en ese lugar, como si su corta edad y su pequeña espalda no le alcanzaran para cargar lo que cargaba.
Su madre, con la criatura en brazos, entonces, le sonríe y le dice algo lindo, que sólo ellos pueden oir. Él le devuelve la sonrisa, sincera esta vez, y vuelve a parecer un niño.